15 de marzo de 2011

a propósito de las "Ausencias Divinas II" (oto famento)

(..) Ernesto era el nombre de nuestro ocasional chofer. Tenía unos 35 años, y era de un pueblo en La Pampa, de esos con nombre de caudillo, fundador o ciudadano ilustre. Tres años atrás, nos contó, habían muerto su mujer y su hijo en un accidente mientras él manejaba. “Me quedé dormido”, comentó. “Cuando desperté, no era yo. Me sentía vacío, como en otro cuerpo”. Tratamos de imaginarnos la sensación, mientras seguíamos escuchando lo que nos contaba. También nos dijo que los médicos tardaron una semana en darle la noticia de la muerte de su familia. “Creo que no derramé una sola lágrima desde aquel día”, nos confesó sin quitar la vista del camino, al igual que en todo su relato. “Como les dije, desde ese día no soy el mismo”. Cristian me miró dándome su diagnóstico respecto al dudoso estado de normalidad de nuestro guía. Por precaución, y sin que Ernesto lo notara, acordamos dormir por turnos. No fue difícil, y pudimos cumplir con el objetivo a la perfección. (...)