30 de agosto de 2014

porque si olvidas la letra
la historia no es la misma.
porque si no puedo verte,
igual estás ahí.

porque si vos,
yo también.

28 de septiembre de 2011

a propósito de "La diligencia"

La vuelta a casa luego de la escuela es casi el mejor momento del día para los hijos de Los Encumbrados. Acostumbrados al monótono tiempo libre en sus habitaciones atendidos por un centenar de sirvientes, o aún corriendo como demonios tras las enormes murallas de los parques de cada mansión, las criaturas salvajes sólo sienten la adrenalina de lo incómodo recorriendo el camino de regreso en el lujoso furgón de seguridad.

El blindado transporte es colectivo, muy a pesar del gusto de los padres que viven en la cima de la ciudad, pero es la única alternativa que puede dar protección a todos los niños a la vez.

Los vástagos de las familias más adineradas y poderosas se acostumbraron a guardar calma, sentados cada uno en su lugar, mientras el conductor y sus asistentes surcan a toda velocidad la Zona Baja, evitando cualquier ataque de Los Viscerales, y eliminando a su paso todo lo que pudiera ser una amenaza para su preciada carga.

Luego del último accidente, que obligó a una brusca frenada y una maniobra evasiva en el corazón mismo del sector más poblado, y por ende más peligroso, los escoltas del furgón tienen más trabajo y dolores de cabeza que nunca. Aquel mediodía del incidente, y ajeno por completo al temor que inundaba el interior del furgón, uno de los niños se paró en su asiento, y asomado por la pequeña ventana señaló a una nena que caminaba descalza y mirando el suelo al otro lado de la calle.
- ¡Esa es mía! – grito exaltado.
En pocos segundos, todos los nobles salvajes se asomaban por las ventanillas gritando y señalando desesperadamente, imitando al cabecilla, y eligiendo cada cual la presa de su gusto.

Protectores, y ahora también mercenarios, los escoltas del furgón recorren desde ese día las calles en las que jugaban de niños, cumpliendo con el nuevo capricho de los señoritos. Ninguno se anima a desobedecer. Tanto los unos como los otros saben que una orden es una orden. 

25 de agosto de 2011

a propósito de "Ojos de Luz chiquita"


Ni la casa es tan grande, ni ella es tan pequeñita. Podría decirse que hay una combinación de ambas, y que así se logra el equilibrio justo para que ella pueda ir y venir corriendo y saltando por cualquier rincón, sin poner en riesgo codos, rodillas, cabeza, jarrones ni cuadros. Ni siquiera cuando juega con su paleta y su pelota de goma podría romper algo. Es quizá la perspectiva lo que trastoca el cálculo de su tamaño. Es que los grandes, desde la visión prepotente que la altura les da, piensan que ella es muy chiquita, aún para su edad. Verla correr descalza es tener miedo por la resistencia de sus dedos, finitos y cortos, de una apariencia tan frágil que parecieran estar destinados irremediablemente a romperse.

La libertad que siente es suficiente para andar por dondequiera, pero sobre todo, para planear en grande. Eso le dijo su abuela un tiempo atrás. Que debía planear en grande. Que ella sería una princesa, y que las princesas no pueden quedarse encerradas en una casa haciendo lo que les digan. Ella prometió que así sería, y para sellar el pacto, la nona le regaló una vieja cámara de fotos. Las instrucciones fueron simples: toda vez que viera algo que le llamara la atención, debería mirar fijo, y cuando lo tuviese grabado en los ojos, debía pestañear rápido, y la imagen quedaría grabada en la cámara, y en sus sueños. Del aparato, lo único que funcionaba era el visor del objetivo, por su sola trasparencia, pero no era un dato que podría importarle a Luz, por lo que nunca salió de la boca de la viejita.

- ¿Y entonces, mi amor? ¿Ya tenés muchas fotos? – le preguntó la abuela unos días después.
- No, poquitas – le contestó un tanto resignada.
- ¿Por qué? ¿No te sirve la cámara? – siguió la viejita, preocupada.
- No, abu. Es que yo le quiero sacar una foto a la luna, pero nunca se queda quieta – le contestó Luz, con tono de frustración.
- Entonces vas a tener que moverte con ella, amor – le aconsejó, mientras se aferraba al bastón para levantarse y salir de la habitación.

Luz guardó la recomendación. Decidida a cumplirla, esa misma tarde antes del anochecer, armó un bolsito con la cámara, su saquito tejido y cuatro galletitas de agua para el camino.

2 de agosto de 2011

a propósito de "Sin alegatos"

Si ya era un suplicio salir de casa con el frío de junio, peor era subir las eternas escaleras del edificio de Tribunales. Lorena puso la realidad a prueba varias veces, pero muy a pesar suyo el conteo de escalones siempre daba el mismo resultado: cuarenta y dos. Lo comparaba con el edificio en el que vivía, y la cuenta le devolvía unos tres pisos o más. Más allá del buen estado físico, siempre el último escalón la recibía respirando profundo y largando un suspiro al aire, de esos que tienen la doble función de exhalar y renegar por lo que toca.

Esa mañana lo que tocaba eran horas extras, pero de las que exigen entrar más temprano para poder salir en el mismo horario de todos los días. Al menos, pensaba, quedaría la tarde libre. Después de recorrer los pasillos helados y apenas iluminados por el sol que empezaba a filtrar por las ventanas, llegó a su oficina. Adentro se encontró con Laura acomodando sus cosas, y a punto de preparar café. Aceptó la invitación de una taza, y se sentó frente a su computadora para empezar con el trabajo, pensando en terminar sí o sí ante de irse. No se perdonaría invertir otro fin de semana en transcribir y ordenar hojas y hojas de expedientes tajantemente insoportables.

Unos minutos después, llegaron Leticia y la Doctora. Ellas siempre llegaban juntas. En realidad, según pensaba Lorena, era Leticia la que llegaba con la Doctora. A fin de cuentas, decía para sus adentros, cada uno vive y sobrevive el trabajo como puede y quiere, y a Leticia se le veían las cartas desde cualquier costado del paño. Laura también pensaba de esa forma, y la Doctora no era ajena a esto. No obstante, el clima en la oficina era lo más distendido que podían lograr cuatro mujeres mayores de treinta años, con un frondoso legajo de mañas y costumbres guardadas en sus escritorios de dependencia pública.

Ya ubicadas en sus lugares, calentando el cuerpo con el café de Laura, y concentradas en lo que a cada una le tocaba, empezaron la mañana mucho antes que el resto de los empleados de los tribunales. De hecho, pasarían casi dos horas más hasta escucharse los primeros murmullos y taconeos en el pasillo. Dentro de la oficina, no se  percibía más que el ruido de los teclados resistiendo golpe tras golpe. Lorena estaba conforme. En pocas horas habría adelantado mucho, y si nada ni nadie se molestaba en interrumpirla, estaba segura de terminar aún más temprano de lo planificado.

Exactamente a las diez y media de la mañana, una catarata de golpes en la puerta sorprendió a las cuatro mujeres. La Doctora, incluso, dio un pequeño saltito de susto en su sillón. Leticia refunfuño y se quejó con su voz tan finita que penetraba los oídos. Laura se levantó sin decir palabra para abrir, y Lorena sintió una pesada indignación que no pudo contener.
 - ¡La puta que lo parió! ¡Es ese viejo forro de las medias! – dijo apretando los dientes y dando un puñetazo al escritorio.

Antes de que Laura llegara hasta la puerta, ésta se abrió y entró un hombre alto, con una panza que le sacaba la camisa del pantalón y apenas la dejaba abotonada. Tenía la cara colorada hasta las orejas, una nariz grande y redonda, llena de pequeños pozos y con pelos en la punta que le crecían como yuyos. Llevaba la cabeza cubierta con una boina vieja y deshilachada, de la que se escapaban mechones de pelo que pretendían ser canosos, pero al igual que el bigote que le tapaba la mitad de la boca, eran amarillentos, como sucios. No hizo falta que ninguna de las cuatro levantara la vista para confirmar que era él. Pudieron olerlo al entrar.

La Doctora sentía un profundo rechazo por el vendedor ambulante, pero consideraba políticamente correcto ocultarlo y retar a las chicas cuando lo maltrataban. Por su parte, las tres empleadas seguían sin entender por qué, después de más de dos años, el viejo continuaba insistiendo en vender medias de toalla en una oficina repleta de mujeres. Si bien no tendría por qué hacer este análisis, Lorena, Laura y Leticia se lo habían explicado, cada una a su momento y a su manera. En todas las ocasiones, el vendedor había mantenido la misma expresión, como si no entendiese o no escuchase absolutamente nada de lo que se le estaba diciendo.

Lo que más molestaba a Lorena de la situación, era una cierta prepotencia del individuo al momento de presentar su oferta del día. No sólo que entraba sin pedir permiso y casi sacando la puerta de su lugar, sino que se acercaba a cada una y sostenía un bollo de medias azules, verdes y blancas casi pegado a la cara de las potenciales compradoras. Esto indignaba a todas, pero sobre todo a Lorena.
 - Está bien, Doctora, yo la entiendo, pero la próxima vez que me acerque esa mierda a la cara, le juro que lo mato. – le dijo a su jefa la última vez.

Mientras escuchaba los pasos del viejo acercándose a su lugar, después de pasar sin pena ni gloria por el escritorio de Leticia, Lorena cerró los ojos y apretó la mandíbula, e instintivamente agarró el teclado de su computadora, y cerró los puños apretándolo con todas sus fuerzas. Cuando sintió el aire moviéndose detrás de su oreja, lo que indicaba que la mano llena de medias se acercaba a su cara, dio un tirón arrancando el teclado con cable y todo, e hizo un único movimiento continuo levantándose de la silla y girando velozmente para reventar el teclado contra la cara del viejo que llegaba totalmente desprevenido. En los mosaicos que rodeaban sus pies cayó una lluvia de teclas y dientes. El cuerpo atontado del vendedor ambulante comenzó a trastabillar. Mientras caía al piso, Lorena le tiró los restos de teclado que tenía en las manos, acertándole de lleno en el centro de la boca.

En el resto de los escritorios no hubo sorpresas, sólo reacciones automáticas. Laura salió disparada hacia la puerta del archivo, y la mantuvo abierta de par en par, indicando ese lugar como la vía de escape. En el otro extremo de la oficina, Leticia corrió con su silla en dirección a la puerta de entrada para cerrarla y trabarla, justo cuando la Doctora aterrizaba en el piso después de saltar por sobre su escritorio, con un cable de teléfono en la mano. Ninguna de las tres había visto alguna vez a la Doctora trabajar tan rápido como en esta ocasión en que usaba el cable para atarle las manos al viejo detrás de la espalda.

Ni siquiera se miraron a la cara. No hubo desesperación, cuestionamientos, dudas ni arrepentimientos. Segundos después de que la Doctora terminara de maniatarlo, el vendedor ya estaba cargado en una silla con ruedas y en dirección a la habitación del archivo, donde Laura seguía con la puerta abierta. La cabeza le colgaba del respaldar de la silla y tenía las piernas inmóviles, al igual que los pelos de la punta de la nariz. La posibilidad de que estuviera muerto era una de las principales. Lejos de tranquilizarse y pensar, Lorena estaba decidida a terminar con lo que había empezado para cumplir con su promesa. Mientras sus compañeras y su jefa miraban al viejo chorreando por todos los costados de la silla, ella dio media vuelta y comenzó a caminar de regreso a su escritorio como si nada hubiese pasado. Se detuvo en la puerta y llamó al resto de las mujeres.
 - ¿Seguimos chicas?  A ver si nos podemos ir en horario – dijo mientras se acomodaba el flequillo detrás de la oreja.
Ninguna respondió, pero se miraron entre sí con satisfacción. Salieron una tras otra.
- Dejemos todo así, que enseguida lo llamo a Flores, de Policía Científica. Me debe un par de favores y nos va a arreglar este temita – ordenó la Doctora mientras se sacudía las manos. 

Antes de cerrar la puerta, Lorena miró por última vez al viejo de arriba a abajo. Al llegar a los pies se detuvo en los viejos y gastados mocasines. Llevaba medias negras. Se le acercó, le quitó los zapatos, le sacó las medias, y con ellas le rellenó la boca. Un olor rancio salía de la cavidad repleta, mezcla del olor a transpiración del pie y el mal aliento. En la salida la esperaba la Doctora, que se había quedado observando todo. Lorena salió de la habitación.

El cuerpo del viejo quedó atado a la silla, con la cabeza colgando, tal como había llegado. Los ojos abiertos pero inertes, y la boca llena con las medias, ya humedecidas por la sangre que brotaba de las encías lastimadas por el teclado. Antes de cerrar, la Doctora caminó un par de pasos dentro de la habitación y abrió una ventana para que corriera el aire. Rodeó el cadáver, y lo miró sin poder evitar que una mínima sonrisa le estirara la boca. Inmediatamente después cerró el archivo de un portazo, tirando con el golpe un cartel que colgaba de la puerta. Mal pegado y mal escrito, sentenciaba: “será justicia”.

20 de julio de 2011

a propósito de "Caza recompensa"

Es hermosa. Lisa y llanamente hermosa. Aplastantemente hermosa. Por momentos parece saberlo. En otros, en cambio, quisiera uno abrirle los ojos para despertarla de su inocente ignorancia. Clavarle la mirada es una debilidad desde la primera vez que uno se cruza con ella. El instante mismo en que la línea propia se toca con la suya es una invitación al ensueño, a cambiar el pensamiento, la visión, las sensaciones. Quien se atreve a mirarla a los ojos no vuelve nunca al mismo lugar del que partió. Hay quienes, advertidos previamente, intentan entrecerrar los ojos, pero ruedan barranca abajo al oírla. Otros, precavidos, apuestan a la distancia, pero claudican al sentir el aroma de su piel envolviéndolo todo. Hermosa de hermosura absoluta. Así es ella.

Hermosa se desata el pelo para que le tape los pezones redondos más dulces que existen. Hermosa se desnuda con la luz apagada para no sonrojarse, y para esconderse bajo las sábanas de su primo, que le acaricia los pechos imaginándolos aún más grandes en la oscuridad, y se retuerce mojando el calzoncillo apenas le roza la boca con la lengua. Ella sonríe y se pregunta si eso es todo, y quiere más.

Hermosa respira profundo y entrecortado al oído de su novio que la desnuda atolondrado y desesperado, rasguñándola para quitarle el pantalón, golpeándola para quitarle la remera ajustada, raspándola para arrancarle la bombacha, retorciéndola de dolor para meterse dentro de ella sin siquiera pensar en que hay una mujer en esa misma cama. Ella lo sufre, y sabiendo que eso no puede ser todo, espera más.

Hermosa se aferra a la espalda de su profesor. Le hunde las uñas para no resbalarse por la entrepierna de su amante inundada en sudor y aceite. Esta vez ella está arriba, ella comanda todo, ella es la que dice cómo, cuándo y por dónde se debatirá el sexo en esa cocina comedor. Esta vez él se callará para escuchar. Esta vez ella será libre. Esta vez sentirá que es casi perfecto, pero esperará más.

A nadie le dirá nunca cuán hermosa se siente cuando su cuerpo se divide a la mitad, ni cuán celeste es el cielo de estrellas que toca con las manos cuando la piel le arde hasta encenderse en una antorcha. A nadie le dirá que se juró a si misma seguir buscando ese amor que complete el vacío que siente ahí, en el lugar al que ningún hombre llega con su sexo.  

30 de junio de 2011

22 de junio de 2011

a propósito de "Olfato de goleador"

Julio era de esos tipos que uno respeta desde que lo conoce. No era de la clase de respeto que se impone, sino del que se gana desde la actitud. La primera vez que lo ví ya tenía unos 35 años, y era el encargado de organizar el partido semanal de fútbol para él y su grupo de amigos, entre los que estaba Lucho, mi cuñado. A mi primer partido lo jugué por la clásica necesidad de completar un equipo, y llegué quince minutos tarde porque Lucho me había avisado sobre la hora.
Si bien me tocó enfrentar a Julio, supe de entrada que era un tipo distinto. Delantero de área, grandote, potente para pegarle al arco, un jugador de dos o tres pasos y dos toques. No era fácil contener su ímpetu de juego. Si Julio jugaba con vos, te olvidabas de él durante todo el partido, sentías la seguridad de que él iba a estar en el área, y que cualquier pelota que saliera desde tu arco iba a tenerlo a él como destinatario final. Era un espectáculo verlo una hora yendo de una punta a la otra del ataque pidiéndola, de espaldas al arco, con los botines lustrados, las medidas a media altura, enganchadas en las canilleras, un pantalón largo hasta las rodillas y la camiseta gastada del club de sus amores apretándole la panza. Te emocionabas y la alegría te invadía el cuerpo.
Pero si eras el defensor que lo marcaba, o el arquero que tenía que enfrentarlo, te llenabas de dudas, te cuestionabas, te anulabas pensando en cuál sería el próximo movimiento, qué haría Julio con la pelota en los pies, además de tirarte el culo encima para empujarte y cubrir la pelota. En esos momentos, el tipo era una incógnita.
Después de la primera vez seguí yendo durante más de cuatro años. Todas las semanas, el mismo día recibías el llamado de Julio armando la lista de buena fe para la noche siguiente. Él nunca faltaba. De los 10 jugadores necesarios para armar los dos equipos, los nueve restantes nunca fueron los mismos de una semana a otra. Al menos uno o dos cambiaban. Menos Julio. El delantero estrella predicaba con el ejemplo. Cuando llegabas a la cancha, Julio ya estaba listo y trotando con pasitos cortos alrededor del vestuario. Cuando te ibas, seguro era al último que veías, arreglando la plata con el dueño del lugar y confirmando el turno para la semana siguiente. Creo que al final ya le decían que lo anotaban, pero ni siquiera sacaban la lapicera. Confiaban ciegamente en la constancia de Julio para mover a nueve cuerpos más y mantener el ritual.
Con Lucho nos sorprendimos cuando dos semanas atrás nos pidió que nos quedáramos un par de minutos cuando todos se estaban yendo. Lo hizo por lo bajo, mientras se agachaba para acomodarse las medias y poner el bolsito botinero sobre la mesa. Nos contó que estaba por cumplir años, que le tocaban los cuarenta, y que hacía un tiempo venía meditando algunas cosas. Decía que eran mambos existenciales de la edad, pero que había llegado a algunas conclusiones, y había tomado una decisión. Mi cuñado me miró, y antes de que pudiera preguntarle, Julio se largó como nunca a contarnos de su vida fuera de esa hora que compartía semanalmente con nosotros. Durante esos cuatro años, se había casado y separado, tuvo una hija a la que ahora no podía ver, cambió de trabajo dos veces, había perdido a uno de sus hermanos y vivía en una pieza que le prestaba un primo. Yo no entendía nada. Lo escuchaba mientras seguía hablando, y no podía creer que no supiéramos nada de todo eso. Cuatro años conviviendo durante una hora por semana, y ni siquiera nos hubiésemos imaginado que el mismo tipo que comandaba cada partido, tenía una vida que le apretaba la resistencia.
Sin dejarnos hablar, agarró el bolso, puso la billetera en un bolsillo, y nos dijo que dejaba el fútbol. Sentía que ya no era lo mismo, que las ganas no eran las de antes, y encima tenía 8 kilos más, la rodilla derecha hecha un nudo, y el tobillo izquierdo con una pelota que no se iba ni con una semana de hielo.
Le preguntamos si estaba seguro, y dijo que sí. Intenté convencerlo de que siguiera, de que ese espacio y nuestra compañía lo ayudaban a despejarse un poco, al menos un rato a la semana, de las cosas que le pasaban, y que para nosotros era alguien muy importante, no sólo por el juego. Me contestó con una sonrisa.
Se levantó de la silla, nos dio un abrazo a cada uno, y nos pidió que le prometiéramos que nos haríamos cargo de mantener el partido semanal y los equipos. Le contestamos que sí, que contara con eso, y salió. Mientras caminaba junto al alambrado de la cancha, no dejaba de mirarla. Automáticamente le dedicamos un aplauso de despedida. Desde la puerta, y sin darse vuelta, levantó un brazo y nos saludó. Agarró la bicicleta, y desapareció con su récord de un gol en contra y dos tiros a los palos en cuatro años. 

19 de junio de 2011

a propósito de "La demolición"

Aún no sabe cuándo. No puede pronosticar si será pronto o dentro de un tiempo, si será hoy o mañana. Ahora que lo piensa, se le ocurre que hasta pudo haber sido ayer, o antes de ayer, o antes. Ni aunque se sentara a pensarlo durante horas en continuado lograría dar con el momento exacto. Es imposible saberlo. Ni siquiera el más resuelto estaría capacitado para poder hacerlo. Convencido de esa infranqueable limitación, opta por concentrarse en lo que sí está a su alcance: la acción.
Ya sabe cómo lo hará, pensó en la más aceptable de las opciones, trató de cerciorarse de que no queden secuelas, y hasta incluso fantaseó con salir ileso. Lo repasa todo el tiempo, mide los pasos, chequea los recursos, y confirma los resultados esperados cada vez que cumple con el simulacro.
Está seguro de que un día, en algún momento, conciente o inconcientemente, dejará de alimentarse con palabras. Dejará de fortalecerse y mantenerse con vida por el lenguaje. En ese momento, sabe, se desmoronará definitivamente. 

13 de junio de 2011

a propósito de "El orden establecido"

Tirado todo a lo largo en la cama, me miro mientras acomodo la ropa en el placard, y me doy más fiaca todavía. Mientras trato de poner todo en su lugar o de dar, al menos, una cierta uniformidad al brote de remeras que cae por las puertas corredizas, me hecho en cara la pachorra. Podría hacerlo, y lo sé. Tranquilamente podría levantarme y ayudarme a hacer de este espacio un lugar más habitable, pero no va a ser hoy. No va a ser esta la ocasión en que me dé una mano para seguir descansando después de hacer nada, porque prefiero que las remeras de salir no se mezclen con las camisas de trabajar que están enredadas con las camisetas del fútbol que están envueltas en los buzos de dormir. Y eso sí que podría hacerlo sin problema. Es, incluso, lo que voy a seguir haciendo si me dejo de joder con el ruido de las puertas de madera de acá para allá. Voy a descartar la memorabilia de mi adolescencia, porque el álbum ya está lleno y no le entra más nada. Mientras le doy un par de puñetazos a la almohada para acomodarla a mi cabeza, pienso en qué prendas voy a dar de baja para poder renovar el mobiliario. Ésta, ésta, ésta otra. A ésta quizás me la quede. Esa sí, no se me ocurra tirarla. No las voy a tirar, no sé de dónde saco esa idea. Mejor así, no se me vaya a cruzar por la cabeza. A ver: hasta acá voy a hacer. Más o menos ordenado quedó. Me parece bien, mañana veo el tema zapatos, uno de los dos pares pares está impar, y tengo que solucionarlo. Yo, por lo menos, no pienso mover un dedo mañana, así que yo tendré que ver si lo hago. En fin, ya veré. Ahora, por lo menos, prefiero destaparme un poco y prender la luz, que ya es hora de empezar a dormir un poco. 

9 de junio de 2011

a propósito de "Vocación"

Mateo cruza los brazos y aprieta los labios, obligándolos a curvarse hacia fuera. Endurece las piernas que le cuelgan de la silla, pero aún no tocan el piso, para demostrar que tan rígidas como su cuerpito son sus determinaciones. De las pestañas largas y onduladas empiezan a descolgarse lagrimitas que se desbordan de los ojitos colorados. Del otro lado de la mesa, el televisor sigue prometiendo un mundo de policías y ladrones, vaqueros y luchadores musculosos con capas y capuchas. A su lado, papá Juan ni siquiera abrió la boca, porque con la mirada ya fue suficiente. Desde la puerta del comedor, mamá Lucía sigue diciéndole que mañana lo espera el cole, y el desayuno temprano, y el transporte, y la seño Pao.
Mateo cede, pero no claudica. Mientras mamá Pao prepara la cama, se escapa a la cocina, roba un papel y un lápiz, y escribe lo que será su primer juramento de vida.
Entre palotes y garabatos, sentencia que, llegado el día, será él quien con sus propias manos dé muerte al horario de protección al menor. 

5 de junio de 2011

a propósito de "Temprano de mañana"

Cuando bajé la escalera y salí a la calle, ella ya estaba ahí esperando. Impaciente como se la veía, ya estaba caminando cuando pisé la vereda y cerré la puerta. Era temprano, estaba frío, y pude ver que no estaba de buen humor. Me miró seriamente y volvió la vista al frente como si nada. En ese instante me di cuenta de que no tenía que hablarle, a fin de evitar cualquier reacción desagradable. Así las cosas, me mantuve en silencio, y seguí caminando un paso por detrás.
Me sorprendía lo linda que estaba esa mañana. El pelo lacio suelto le caía por delante de los hombros y le cubría la espalda, casi hasta la mitad. Llevaba un saco oscuro y ajustado al cuerpo, que le marcaba una forma casi perfecta desde los hombros hasta la cintura, que se hacía más pequeña en el pliegue del abrigo, y terminaba por cubrir sus caderas simétricamente anchas. Desde ahí, caían hasta el piso dos piernas largas y contorneadas, envueltas en un pantalón ajustado, que se hundía en un par de botas negras que daban el toque final al modelo que eligió para el día, con el sólo agregado de una bufanda muy clara, que le daba una vuelta por el cuello, y le tapaba el mentón, más como accesorio que como abrigo.
Por dos cuadras seguimos en silencio. Mantuve firme la distancia, ni un paso más, ni un paso menos. Como dije, no quería importunar. Además, su perfume era algo más que un aura que la rodeaba, y hasta mí llegaba el extracto dulce y sensual que se desprendía de su cuerpo. No podía pensar en otra cosa que mantener el paso para seguir atado a ese aroma que me hacía pensar en el mejor de los amaneceres posibles.
Llegamos a un semáforo. Nos detuvimos sobre el cordón. Volvimos a cruzar miradas al girar la cabeza hacia ambos lados, tratando de buscar un espacio entre los autos que cruzaban con luz verde. Los dos estábamos apurados, aunque hubiésemos preferido que el paseo no acabase nunca más. Sonó su teléfono, y bajó la vista para buscarlo dentro del bolso. Era su mamá. Quise preguntarle si prefería que siguiéramos por esa vereda o cruzáramos en frente, pero opté por seguirla sin más, dejándola decidir por donde continuar sus pasos. Para ese entonces, el camino era ya una pasarela, y ella la modelo principal. Hombres y mujeres al volante y a pie pasaban y torcían el cuello para verla. Cuanta vidriera la acompañara era un espejo que devolvía el brillo de su pelo rodeando ese rostro redondo y blanco, decorado con dos enormes ojos grises, una nariz pequeña y esa boca carnosa y sugestiva.
No dejó el teléfono durante las siguientes cinco cuadras. Seguí manteniendo la misma distancia de un paso, aunque por momentos trataba de aminorar el ritmo y alejarme un poco más, cuando escuchaba que la conversación así lo ameritaba. Consideraba prudente no meterme en temas de familia. Uno nunca sabe. Antes de llegar al siguiente semáforo que teníamos en el camino, cortó. Devolvió el aparato a su lugar, giró la cabeza, me clavó los ojos, y cuando parecía que iba a decirme algo, cruzó la calle, empujada por un grupo de gente que no quería perderse el corte del semáforo. Quedamos separados por el pequeño malón. Mientras ella llegaba al otro extremo de la calle, yo recién bajaba del cordón. Ante el riesgo de perderla de vista, traté de correr entre la gente. A los empujones, llegué del otro lado. Algunos se ofendieron, otros trataron de devolverme los golpes. Finalmente, estaba detrás de ella otra vez. Respiré aliviado y retomé mi lugar, un paso por detrás, aunque ella pareció no darse cuenta inmediatamente. Caminaba más ligero, seguramente apremiada por el tiempo para llegar a horario. Intuí que no me lo diría por su mal humor, para evitar una pelea, o simplemente para no tener que darme explicación alguna. Firme en mi postura de no incomodar, le seguí el ritmo.
Eran ya casi quince las cuadras que habíamos recorrido juntos. El brillo de su pelo me iluminaba por completo, y en su cara se reflejaba el primer sol de la mañana. Casi quince cuadras en que disfruté de su compañía, a pesar de saberla ofuscada por tener que levantarse temprano, por tener que escuchar a su madre molestarla con lo mismo de siempre, y sentir que el rocío de la mañana le tenía tanta envidia.
Unos metros justo antes de llegar a la calle en la que debía girar para ir a mi trabajo, ella se detuvo de golpe en una vidriera. Distraído pensando en su cuerpo y su perfume, no pude evitar chocarla por detrás. Me había desconcentrado de mi objetivo, y sobrepasé la distancia que había establecido, sin siquiera darme cuenta. Ante mi empujón, ella giró asustada, dio un paso hacia atrás, y me estampó una cachetada en la mejilla derecha que me ardió como un hierro caliente. Sin decir palabra, dio media vuelta y se fue. Me apoyé la mano fría sobre la marca roja, y doblé en la esquina, pensando en que, si al menos hubiese sabido su nombre, le hubiera pedido las disculpas del caso.





3 de junio de 2011

a propósito de "Temas en la radio"

Ludovico no puede dormir. La memoria le pesa en la espalda. Hace rato está dando vueltas en la cama, y ese aroma lo tiene agarrado de los pelos. Quiere dormir y esa voz le sigue pellizcando los cachetes mientras se muerde la lengua. No puede seguir un día más sin haber descansado el cuerpo por culpa de su cabeza. Tarde o temprano va a caer bajo un auto o sobre una moneda de veinticinco centavos.
La cara se le hunde en una almohada que es tan alta como los jadeos en su oído, y tan baja como las pretensiones ignoradas. Ludovico necesita volver a dormir después de días, de horas, de momentos, de situaciones, de menciones, de acciones, de desapariciones, de gestiones, de cuestiones, de reacciones, de emociones. Las piernas no van a responderle cuando las asiente en los pies fríos si no duerme. Los brazos no se moverán cuando los empuje a las manos para lavar esas lagañas que son fósiles de lágrimas.
Si tan sólo pudiera pestañear y hacer que ella caiga, que se suelte, que ruede, que vuele, que explote, que simplemente sea polvo de estrellas en suspensión. Pero no. Ella se aferró a sus labios. Le clavó los dientes en el cuello. Hizo de su piel su guarida. Ató su perfume a la punta de su nariz. Enredó sus dedos en los de Ludovico, y los pegó con su esencia, con su fuerza, con su razón de ser.
Ya va a salir nuevamente el sol, y ella volverá a desaparecer. Sólo por un rato. Hasta que Ludovico necesite dormir. Hasta que los párpados se le caigan sobre las rodillas, y camine pateándolos por la calle, y pretenda volver a descansar, con la memoria abrazada a su espalda, diciéndole que ese será para siempre su refugio.

30 de mayo de 2011

a propósito de "Levántate, Sisi. El 13"

El amor ojos celestes llora. El amor ojos celestes ríe y se burla. El amor ojos celestes vuelve a buscar lo que nunca dejó. El amor ojos celestes grita y acusa al criminal por el robo, por la muerte, por el olvido. Lo declara culpable. El amor ojos celestes abre la herida con desesperación y la rellena con placebos de recuerdos. El amor ojos celestes tiene garras en los labios. Sisi no aguanta más, aúlla desesperado, y despierta para darse un certero disparo de vigilia.

27 de mayo de 2011

a propósito de "Corajito"

Creo que terminé de perderla una noche en que la luna no tocaba el piso.
Caminaba Güemes volviendo a casa, por una vereda que de rota obligaba a ir derechito por el cordón, o amurado a la pared. Con cada paso pensaba que quizás la siguiente sería la cuadra del encuentro, o de la pérdida definitiva. Casi llegando a la curvita de Los Infernales, al pasar frente a una ventana abierta, se prendió una luz pálida, flojita, casi un reflejo de luciérnaga. Inmediatamente, llegó desde dentro un grito que me entumeció la espalda y me obligó a apurar el paso para cruzar la calle de un salto.
-¡¿Quen anda nai´?! – dijo alguien, preguntando y advirtiendo a la vez.
-¡Que mierda te importa, che vieja culiada! - le grité mientras empezaba a correr buscando esconderme en la oscuridad de la esquina.
Automáticamente supe que en mis bolsillos ya no quedaba ni poquito de caballero.

23 de mayo de 2011

a propósito de "Fin de fiesta"

Apenas si podía abrir los ojos. Ni bien se despertó, una profunda puntada le recorrió la parte baja de la nuca. La primera reacción fue insultar al dolor, pretendiendo analgesia. Convencida de que no funcionaría, decidió levantarse. La puerta estaba inusualmente cerrada, pero no reparó en el detalle. Estaba más bien ocupada en mantener el equilibrio, sacarse el flequillo de los ojos, y remover el pegote de lagañas que se le empastaba con los rastros de delineador.
Pensaba en ir al baño a enfrentarse cara a cara con el espejo, pero el ruido del agua corriendo en la pileta de la cocina le hizo cambiar el rumbo. Pasó por la puerta del otro dormitorio, vio que estaba entreabierta, y se preguntó si su amiga estaría sola, o con el amigo de José. Se inclinó por esta segunda opción. Por lo general a Eva se la escuchaba roncar con un soplido bajito, lo que servía para poder definir si estaba en la casa o no. Si bien el silencio total le llamó la atención, más aún le pellizcaba la duda sobre el agua en la cocina.
Siguió caminando por el pasillo, cruzó el comedor, llegó a la entrada de la cocina y se asomo bien despacio por el marco de la puerta. Se encontró con la espalda del Pelado, parado frente a la pileta, refregando algo bajo el chorro. Ver al Pelado la relajó por completo. Se le ocurrió putearlo por lo que consideró un susto, pero prefirió acercarse a buscar un beso. Se le arrimó despacio, lo abrazó por atrás, y apoyó la oreja en su espalda. Sintió que su chico respiraba raro. Lento, pero entrecortado. Supuso que sería secuela de todo lo que habían fumado durante el cumpleaños. El Pelado movía los brazos lentamente, y sus manos seguían refregando algo bajo el agua, que continuaba cayendo desde la canilla, y ya empezaba a juntarse en la pileta.
- Eva sigue desnucada – le susurró al oído, cómplice. A esa hora, por lo general, le gustaba sentir a su novio adentro un par de veces, antes de empezar el día.
- Si – contestó el Pelado - Eva murió.
- Sep, como siempre. – respondió sin pensar mientras se asomaba hacia la pileta.
Dos segundos fueron los que tardó en ver las manos del Pelado llenas de sangre. Lo mismo que tardó en darse cuenta y pegar un alarido aterrador.

18 de mayo de 2011

a propósito de "Levántate, Sisi. Parte 12"

La cinta de capitán se le cae por el brazo a Sisi, y termina en su muñeca. Las medias flojas se amontonan en los tobillos flacos de Sisi. La camiseta sobra por todos lados y embolsa el aire. El pantalón corto está cerca de convertirse en túnica. Cada pique es un calvario. Cada cambio de ritmo es la misma muerte. Sisi no puede respirar profundo. No puede cambiar el aire. Es Sisi el que no puede cambiar. De aquel Sisi campeón quedan sólo recortes de diarios y sensaciones. Ahora Sisi está flojo de méritos y, solo frente al arco, sueña con volver a ponerla junto al palo.

16 de mayo de 2011

a propósito de "Mesa para ocho" (Cap. 4)

Matías y Vale hace bastante más de dos años que están juntos. Hace un tiempo que las cosas ya no son como al principio. Ahora todo es más premeditado. Ahora todo es más cuadrado, más lineal, más planificado, más aséptico, más sintético. Todavía falta un rato largo para que lleguen los invitados, pero la cocina ya está limpia, la mesa está puesta, la heladera tiene la comida presta para que sólo sea necesario sacarla, darle un golpe de horno, y servirla. Entrada, plato principal y postre. Todo listo, todo lindo, todo rico. Como siempre. Por cosas como esta es que las reuniones son en casa de Mati y Vale. Es por eso que todos se sienten tan bien cuando los visitan. Es como vivir en un hotel, pero con amigos. Se disfruta, se siente cómodo. Excepto porque Matías y Vale hace rato no se miran como Matías y Vale. Los últimos encuentros no fueron como los primeros, como cuando Vale hacía incomodar a su chico tocándole el culo delante de todos, o cuando él le agarraba las tetas y las hacía hablar para divertir a los invitados. Hace muchos encuentros que el servicio va mejorando cada vez más, y ellos se acercan cada vez menos. Sus amigos lo hablaron con él. Su amiga lo habló con ella. Está todo bien. No pasa nada. Sólo está cansado de la lógica del día a día. Sólo está cansada de esperar lo que se supone alegra el día a día.
Matías está viendo el partido del sábado en el living. En el baño, Vale se depila lo que no pudo el viernes. Suena el teléfono en el entretiempo. Mensaje de Andrés. Dice que está muy enfermo, no puede levantarse. Pide las disculpas del caso. Promete visita la semana siguiente junto con Caro. Suena el teléfono en el baño. Nati suspende. Surgió algo con Seba. Las cosas están complicadas. Vale lo sabe y no se anima a recriminarle nada a su amiga de toda la vida. Ella, piensa, todavía tiene la chance de arreglar sus cosas. Suena el teléfono en la pieza. Walter cancela. Tiene dos botellas de vino, un kilo de helado y a la negra en bolas en la cama, con unas ganas de coger que no admiten  explicaciones. Matías lo manda a cagar, pero sabe que el lunes van a ir a jugar al fútbol y todo será como siempre.
Vale apaga la depiladora. Matías apaga el televisor. Es temprano todavía. Es una buena ocasión para volver al principio, a hacer las cosas como si fuera la última vez. Vale pasa desnuda junto a la cama, y se acuesta. Matías ya se durmió, y vaya a saber con qué estará soñando, porque tiene la pija a pleno bajo la sábana. Vale se aferra a esa erección como quien se aferra a los recuerdos de un pasado que siempre fue mejor. Se duerme hundiéndose un par de dedos entre las piernas.
Mañana habrá tiempo de guardar cada cosa en su lugar.  

13 de mayo de 2011

a propósito de "Mesa para ocho" (Cap. 3)

Walter y Verónica empezaron a prepararse hace un rato largo. Él desde su trabajo, y ella desde el suyo. El monitor de la computadora mostró el primer aviso a las once de la mañana. Vero termina su turno a las tres de la tarde. Walter saldrá después, cerca de las seis. O al menos es lo que cree. Cada uno desde su lugar recorre el espacio virtual para recordar momentos. Él sabe muy bien cómo hablarle al oído para que ella apriete las piernas intentando contenerse. Ella sabe muy bien qué decirle para que él no pueda ocultar la erección. Lo tienen tan claro, lo practicaron tanto, viven tan intensamente el sexo desde hace ya un año, que pueden empezar con el juego en una sesión de Chat como si estuvieran cara a cara.
Vero le dirá que él nunca se animó, pero no le dirá a qué. Walter, intuyendo, comenzará a rondar por distintas opciones de respuesta. Cerca de las doce del mediodía, no habrá hecho ni la mitad de las cosas que tenía pendiente en la oficina. Ella, por su parte, no habrá completado ni la tercera parte de las llamadas que tenía pautadas para ese día. Walter dirá una y mil cosas. Le preguntará por el juego con las lenguas, por las caricias en la pierna, por los besos en los pezones, por el sexo oral, por las mordidas, por uno, dos, tres, cuatro dedos masturbándola, por el aceite en el cuerpo, por la frutilla remojada en su vagina, por las tres falanges del dedo mayor hurgándole el culito, por la cocina, por el living, por la pieza, por el baño, por el balcón, por la silla, por la mesa, por el placard, por las cachetadas en la cola, por los tirones de pelo, por las manos atadas, por la boca tapada. Vero se pondrá colorada, sentirá ese calor tan particular subiéndole por el cuerpo bajo el traje sastre, sentirá una catarata entre las piernas, se rozará un pezón pretendiendo casualidad, le escribirá a Walter que es un hijo de puta, le dirá que no tiene idea del desastre que acaba de generarle bajo el pantalón, levantará la vista para ver que son las dos de la tarde y todavía no hizo nada de lo que le encargó su jefe, y le responderá que sí al último comentario de Walter.
Él atrasará su horario de almuerzo, avisará que saldrá para volver a las en punto, y tomará el primer taxi que pase por la puerta. Llegará al departamento de Vero, y cumplirá con su promesa de cogerla desde la puerta hasta el dormitorio, sin levantarla del piso. 

a propósito de "Mesa para ocho" (Cap. 2)

Seba y Nati están juntos desde hace poco más de 6 meses. Aceptaron la invitación sin estar convencidos de tener ganas, pero sabiendo que es el momento de fortalecer la relación. Estuvieron separados los últimos días, después de plantearse si realmente podían continuar juntos. Cansados de discutir, uno de ellos dijo basta, pero volvió. Hoy están mejor que nunca. Volvieron a encontrarse. Volvieron a sentirse. Ahora, prometen, no volverán a equivocarse. Ahora, aseguran, no reprimirán nada. Seba salió antes del trabajo para sorprender a Nati. Ella está lista porque siempre está lista. A él le falta todo, porque siempre le falta todo. Los primeros besos son, en estos días, como pequeños hurtos sin culpables. Son como el “pan-queso” de los partidos en la canchita del barrio. Son quitados con permiso. Son apenas insinuados, casi con culpa, casi esperando respuestas. Si  me besa, lo beso. Si me besa, la beso.
Nati ama profundamente la música. Está todo el tiempo acompañada por ella. Ahora escucha a su solista preferido. Se deja llevar por el espíritu pop del sonido. Ella se siente pop, ella se siente estrella. Así vive, así siente. Sebastián baja las luces ni bien llega, la abraza por atrás, y baila con ella. La besa en la mejilla, le muerde el lóbulo de la oreja, le recorre el cuello con la lengua, le acaricia las tetas, la apoya fuerte en el culo, para que lo sienta, le mete la mano debajo de la calza negra, la lleva contra la pared, la hace girar, le busca la boca, y la besa tan profundo que los dos pierden el equilibrio y caen en picada hasta el suelo. Seba y Nati van a llegar a tiempo, después de recoger la ropa, después de bañarse, después de llegar, juntos, una y otra vez.

10 de mayo de 2011

a propósito de "Mesa para ocho" (Cap. 1)

Caro y Andrés se conocieron hace relativamente poco. Salieron dos o tres veces con amigos, un par de llamados y algún que otro encuentro en un bar. Suponen no más de un mes y medio. Andrés llegó a la casa de Caro un buen rato antes de lo acordado. Por teléfono le había adelantado que no se sentía bien, que seguro una gripe le estaba sobrevolando el cuerpo. Ella le recomendó un té de hierbas infalible para la dolencia, pero complicado para el hígado. Él aceptó la prescripción, pero prefirió la ingesta en la compañía de Caro. Sólo por si las dudas. Sólo por si la excusa.
Ella todavía ni siquiera pensó en prepararse para la salida. De hecho, aún está en pijamas desde que se levantó de la siesta. Abre la puerta, saluda a Andrés con un beso en el borde de los labios, y lo invita a conocer la casa. La cara del visitante está caliente. Mitad por la fiebre que va ganando lugar, mitad por la voz de Caro en el portero. Andrés mira a la anfitriona de espaldas en la cocina mientras prepara el té. El pijama es largo de mangas y de piernas, pero fino, casi transparente, poco más que un aplique, una decoración en el cuerpo de Carolina.
Caro y Andrés no tuvieron sexo aún. Es muy pronto, según ella. No es un problema, según él. Sin embargo, cada beso que se dan es una marea de fuego. Basta que sus lenguas entren en contacto para que una descarga eléctrica se dispare a lo largo de sus sistemas nerviosos. Una fuerza continua les recorre cada extremidad, revienta en una marejada en la bombacha de Caro, y genera una rigidez que duele bajo la bragueta de Andrés. Todavía falta para que sea la hora de salir. Es el momento justo para recostarse en el sillón del living, y friccionar cuerpo contra cuerpo la superficie de la ropa que no soltarán ni el uno ni la otra, pero que recibirá todos los repliegues de las idas y vueltas, y la humedad de cuanto amor líquido pueda segregar una relación incipiente.

5 de mayo de 2011

a propósito de "La visita"

Hola, no te esperaba. No, tampoco yo. ¿Todo bien? Hace mucho no sé de vos. Todo bien, supongo. Ya sabés que me incomoda un poco esa pregunta. No que me la hagas, sino la pregunta. Si, ya sé: una forma de mierda de decir algo cuando no sabés qué. Si, eso. ¿Querés pasar? No, está bien. Seguro no estás sola. Contáme, ¿para qué viniste? Sólo vine, quería saber de vos, verte, hablar con vos, y viste que los teléfonos… Si, una forma de mierda de buscar tema de charla para no cortar. Si, eso mismo. ¿Y por qué querías verme o saber de mí? Digo, ahora. Porque sí. ¿Así nada más? Sí, así nada más. Bueno, pasa entonces. No, está bien así. ¿Vamos con lo mismo de siempre? No. ¿Entonces? Yo a vos te amo, y lo sabés. Sí, lo sé. Lo nuestro pasa por otro lado, ya lo hablamos. Está bien, pero vos elegís no estar conmigo a pesar de decir que sentís lo que sentís. Sí, es así. Repito ¿Entonces? Nada, Juli, sólo necesitaba verte y hablarte. ¡Pero no estás diciendo nada, Lore! Juli... estoy embarazada. 

2 de mayo de 2011

a propósito de "Coger por amor"

Eri no es una chica más entre todas las chicas. Está enamorada, y siente que esa condición es la que la diferencia del resto de sus amigas. Hace horas se está mirando en el espejo. Se mira, se repasa, se controla, se examina, se toca, pone todo más acá o más allá, según le parezca. No deja detalles al azar. No puede. Ya demasiado hizo el azar por ella al comienzo de todo. A pesar de saberse escultural, necesita hacer un esfuerzo extra. Así es ella, así se enfrenta con la vida, así despierta miradas.
Está convencida de que lo que siente es amor, y no capricho, como le dijeron. Cómo podría ser un capricho el dormirse y despertarse con él en su cabeza. No podría estar encaprichada si lo que la empuja son las ganas de cruzarlo en algún bar, en alguna esquina, en algún hotel. No, lo que ella siente es amor.
Lo conoció hace poco, sólo dos semanas, cuando empezó el curso de inglés. Él estaba justo detrás, esperando su turno para entregar los papeles de la inscripción. Desde ahí puso en su lugar a la encargada de admisiones cuando no quiso tomar la ficha de Eri por no tener su documento. En realidad, Eri nunca tiene su documento. Ni en ese momento, ni en ningún otro. Él insistió, y después negoció. Eran dos inscriptos, o ninguno. Nadie había apostado así por Eri, y menos aún con una mirada tan limpia, tan simple, tan transparente.
Eri se mira nuevamente en el espejo, se acomoda por última vez, y sale. Está enamorada, y tiene la confianza necesaria para declararlo en su escote, en el ida y vuelta de su cadera, en la altura de sus tacos, en el rojo de sus labios, en lo dulce de su perfume. Él sólo sale de su rutina con una colonia que encuentra bajo la pileta del baño. Seguro es de su hermano. No importa. El resto es jean y zapatillas bajo la primer remera que encontró en el cajón. Es su estilo, es su forma: combinación azarosa. A veces más suerte, a veces menos.
Eri va a llegar 15 minutos antes al encuentro. Va a sentir cosquillas debajo de la panza mientras lo espera. Bien debajo. Tiene chicles en la cartera. Tiene cigarrillos. Tiene una pija que roza los 25 centímetros, y que sólo se despierta cuando coge por amor. El elástico de la tanga le raspa y la excita.
Él no lo sabe, y por eso camina tranquilo, con las manos en los bolsillos. No imagina que esta noche entenderá cuánto hay que sacrificar en nombre del amor. 

29 de abril de 2011

a propósito de "Levántate, Sisi. Parte 11"

Todos saben lo que hará Sisi. El chofer frena en la puerta de su casa, y sabe que Sisi subirá, se sentará detrás de él, pedirá silencio de radio, que lo lleve por el camino largo, y bajará la ventanilla a pesar del frío para sentir el aire en la cara. Sabe también que está cansado. El portero sabe que Sisi bajará del auto mirando el piso, que no levantará la mirada, que le tocará el hombro al pasar a su lado, y que irá directo al vestuario. Sabe también que no durmió la noche anterior. El técnico sabe que Sisi no hablará hasta finalizar el partido, que a pesar de no mirarlo, lo estará escuchando, y que espera que él le entregue la cinta de capitán, como cada vez. Sabe también que las pesadillas son cada vez peores. Sus compañeros saben que tienen que esperar a que Sisi salga del vestuario rumbo al césped para seguirle los pasos, saben que sólo tienen que asegurarse de que la pelota le llegue a los pies, y que no habrá conjuro mágico que pueda torcer el rumbo de este equipo de diez jugadores más Sisi. Saben también que Sisi es Sisi, y que pende de un sueño. Todos saben lo que hará Sisi. El único que parece no saber cuál es el próximo paso, es él mismo. Todas las veces.

27 de abril de 2011

a propósito de "Borrador" (un incipiente)

Tres casas más allá de la pulpería. Una cocina, un comedor, un dormitorio, una casa. Todo está junto. Todo es lo mismo. Puertas afuera, la letrina y el lavadero. Casi iguales. El rancho es tan chico que no entra ni la luz. Literalmente. Camilo y Rosa son ciegos. Los dos. Ella de nacimiento. Él de tristeza, dice. Rosa no le cree, se enoja y resopla cada vez que lo escucha decirlo. Cuando ella se da media vuelta, él explica que se cansó de contarle a Rosa lo que veían sus ojos. Dice que los ojos se le apagaron solos para caminar de la mano de su mujer. Dice que no es justa tanta vista para uno.

26 de abril de 2011

a propósito de "Nudos en el pañuelo"

Hace sólo cinco minutos estuvo pensando en qué hizo 5 minutos atrás. Ayer, a esta misma hora, trataba de recordar qué había hecho el día anterior. Siempre que intentaba una consulta a su memoria, le surgían sólo imágenes borrosas. Decidió tomar un café para aclarar las ideas. Entró al primer bar que se le cruzó, llamó al mozo, y cuando éste vino, vio en su cara un rostro familiar.
- ¡Qué tal! – le gritó – ¡Yo soy Miguel!
- Si – contestó cortante el mozo- ya lo sé.