28 de septiembre de 2011

a propósito de "La diligencia"

La vuelta a casa luego de la escuela es casi el mejor momento del día para los hijos de Los Encumbrados. Acostumbrados al monótono tiempo libre en sus habitaciones atendidos por un centenar de sirvientes, o aún corriendo como demonios tras las enormes murallas de los parques de cada mansión, las criaturas salvajes sólo sienten la adrenalina de lo incómodo recorriendo el camino de regreso en el lujoso furgón de seguridad.

El blindado transporte es colectivo, muy a pesar del gusto de los padres que viven en la cima de la ciudad, pero es la única alternativa que puede dar protección a todos los niños a la vez.

Los vástagos de las familias más adineradas y poderosas se acostumbraron a guardar calma, sentados cada uno en su lugar, mientras el conductor y sus asistentes surcan a toda velocidad la Zona Baja, evitando cualquier ataque de Los Viscerales, y eliminando a su paso todo lo que pudiera ser una amenaza para su preciada carga.

Luego del último accidente, que obligó a una brusca frenada y una maniobra evasiva en el corazón mismo del sector más poblado, y por ende más peligroso, los escoltas del furgón tienen más trabajo y dolores de cabeza que nunca. Aquel mediodía del incidente, y ajeno por completo al temor que inundaba el interior del furgón, uno de los niños se paró en su asiento, y asomado por la pequeña ventana señaló a una nena que caminaba descalza y mirando el suelo al otro lado de la calle.
- ¡Esa es mía! – grito exaltado.
En pocos segundos, todos los nobles salvajes se asomaban por las ventanillas gritando y señalando desesperadamente, imitando al cabecilla, y eligiendo cada cual la presa de su gusto.

Protectores, y ahora también mercenarios, los escoltas del furgón recorren desde ese día las calles en las que jugaban de niños, cumpliendo con el nuevo capricho de los señoritos. Ninguno se anima a desobedecer. Tanto los unos como los otros saben que una orden es una orden. 

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