25 de agosto de 2011

a propósito de "Ojos de Luz chiquita"


Ni la casa es tan grande, ni ella es tan pequeñita. Podría decirse que hay una combinación de ambas, y que así se logra el equilibrio justo para que ella pueda ir y venir corriendo y saltando por cualquier rincón, sin poner en riesgo codos, rodillas, cabeza, jarrones ni cuadros. Ni siquiera cuando juega con su paleta y su pelota de goma podría romper algo. Es quizá la perspectiva lo que trastoca el cálculo de su tamaño. Es que los grandes, desde la visión prepotente que la altura les da, piensan que ella es muy chiquita, aún para su edad. Verla correr descalza es tener miedo por la resistencia de sus dedos, finitos y cortos, de una apariencia tan frágil que parecieran estar destinados irremediablemente a romperse.

La libertad que siente es suficiente para andar por dondequiera, pero sobre todo, para planear en grande. Eso le dijo su abuela un tiempo atrás. Que debía planear en grande. Que ella sería una princesa, y que las princesas no pueden quedarse encerradas en una casa haciendo lo que les digan. Ella prometió que así sería, y para sellar el pacto, la nona le regaló una vieja cámara de fotos. Las instrucciones fueron simples: toda vez que viera algo que le llamara la atención, debería mirar fijo, y cuando lo tuviese grabado en los ojos, debía pestañear rápido, y la imagen quedaría grabada en la cámara, y en sus sueños. Del aparato, lo único que funcionaba era el visor del objetivo, por su sola trasparencia, pero no era un dato que podría importarle a Luz, por lo que nunca salió de la boca de la viejita.

- ¿Y entonces, mi amor? ¿Ya tenés muchas fotos? – le preguntó la abuela unos días después.
- No, poquitas – le contestó un tanto resignada.
- ¿Por qué? ¿No te sirve la cámara? – siguió la viejita, preocupada.
- No, abu. Es que yo le quiero sacar una foto a la luna, pero nunca se queda quieta – le contestó Luz, con tono de frustración.
- Entonces vas a tener que moverte con ella, amor – le aconsejó, mientras se aferraba al bastón para levantarse y salir de la habitación.

Luz guardó la recomendación. Decidida a cumplirla, esa misma tarde antes del anochecer, armó un bolsito con la cámara, su saquito tejido y cuatro galletitas de agua para el camino.

2 de agosto de 2011

a propósito de "Sin alegatos"

Si ya era un suplicio salir de casa con el frío de junio, peor era subir las eternas escaleras del edificio de Tribunales. Lorena puso la realidad a prueba varias veces, pero muy a pesar suyo el conteo de escalones siempre daba el mismo resultado: cuarenta y dos. Lo comparaba con el edificio en el que vivía, y la cuenta le devolvía unos tres pisos o más. Más allá del buen estado físico, siempre el último escalón la recibía respirando profundo y largando un suspiro al aire, de esos que tienen la doble función de exhalar y renegar por lo que toca.

Esa mañana lo que tocaba eran horas extras, pero de las que exigen entrar más temprano para poder salir en el mismo horario de todos los días. Al menos, pensaba, quedaría la tarde libre. Después de recorrer los pasillos helados y apenas iluminados por el sol que empezaba a filtrar por las ventanas, llegó a su oficina. Adentro se encontró con Laura acomodando sus cosas, y a punto de preparar café. Aceptó la invitación de una taza, y se sentó frente a su computadora para empezar con el trabajo, pensando en terminar sí o sí ante de irse. No se perdonaría invertir otro fin de semana en transcribir y ordenar hojas y hojas de expedientes tajantemente insoportables.

Unos minutos después, llegaron Leticia y la Doctora. Ellas siempre llegaban juntas. En realidad, según pensaba Lorena, era Leticia la que llegaba con la Doctora. A fin de cuentas, decía para sus adentros, cada uno vive y sobrevive el trabajo como puede y quiere, y a Leticia se le veían las cartas desde cualquier costado del paño. Laura también pensaba de esa forma, y la Doctora no era ajena a esto. No obstante, el clima en la oficina era lo más distendido que podían lograr cuatro mujeres mayores de treinta años, con un frondoso legajo de mañas y costumbres guardadas en sus escritorios de dependencia pública.

Ya ubicadas en sus lugares, calentando el cuerpo con el café de Laura, y concentradas en lo que a cada una le tocaba, empezaron la mañana mucho antes que el resto de los empleados de los tribunales. De hecho, pasarían casi dos horas más hasta escucharse los primeros murmullos y taconeos en el pasillo. Dentro de la oficina, no se  percibía más que el ruido de los teclados resistiendo golpe tras golpe. Lorena estaba conforme. En pocas horas habría adelantado mucho, y si nada ni nadie se molestaba en interrumpirla, estaba segura de terminar aún más temprano de lo planificado.

Exactamente a las diez y media de la mañana, una catarata de golpes en la puerta sorprendió a las cuatro mujeres. La Doctora, incluso, dio un pequeño saltito de susto en su sillón. Leticia refunfuño y se quejó con su voz tan finita que penetraba los oídos. Laura se levantó sin decir palabra para abrir, y Lorena sintió una pesada indignación que no pudo contener.
 - ¡La puta que lo parió! ¡Es ese viejo forro de las medias! – dijo apretando los dientes y dando un puñetazo al escritorio.

Antes de que Laura llegara hasta la puerta, ésta se abrió y entró un hombre alto, con una panza que le sacaba la camisa del pantalón y apenas la dejaba abotonada. Tenía la cara colorada hasta las orejas, una nariz grande y redonda, llena de pequeños pozos y con pelos en la punta que le crecían como yuyos. Llevaba la cabeza cubierta con una boina vieja y deshilachada, de la que se escapaban mechones de pelo que pretendían ser canosos, pero al igual que el bigote que le tapaba la mitad de la boca, eran amarillentos, como sucios. No hizo falta que ninguna de las cuatro levantara la vista para confirmar que era él. Pudieron olerlo al entrar.

La Doctora sentía un profundo rechazo por el vendedor ambulante, pero consideraba políticamente correcto ocultarlo y retar a las chicas cuando lo maltrataban. Por su parte, las tres empleadas seguían sin entender por qué, después de más de dos años, el viejo continuaba insistiendo en vender medias de toalla en una oficina repleta de mujeres. Si bien no tendría por qué hacer este análisis, Lorena, Laura y Leticia se lo habían explicado, cada una a su momento y a su manera. En todas las ocasiones, el vendedor había mantenido la misma expresión, como si no entendiese o no escuchase absolutamente nada de lo que se le estaba diciendo.

Lo que más molestaba a Lorena de la situación, era una cierta prepotencia del individuo al momento de presentar su oferta del día. No sólo que entraba sin pedir permiso y casi sacando la puerta de su lugar, sino que se acercaba a cada una y sostenía un bollo de medias azules, verdes y blancas casi pegado a la cara de las potenciales compradoras. Esto indignaba a todas, pero sobre todo a Lorena.
 - Está bien, Doctora, yo la entiendo, pero la próxima vez que me acerque esa mierda a la cara, le juro que lo mato. – le dijo a su jefa la última vez.

Mientras escuchaba los pasos del viejo acercándose a su lugar, después de pasar sin pena ni gloria por el escritorio de Leticia, Lorena cerró los ojos y apretó la mandíbula, e instintivamente agarró el teclado de su computadora, y cerró los puños apretándolo con todas sus fuerzas. Cuando sintió el aire moviéndose detrás de su oreja, lo que indicaba que la mano llena de medias se acercaba a su cara, dio un tirón arrancando el teclado con cable y todo, e hizo un único movimiento continuo levantándose de la silla y girando velozmente para reventar el teclado contra la cara del viejo que llegaba totalmente desprevenido. En los mosaicos que rodeaban sus pies cayó una lluvia de teclas y dientes. El cuerpo atontado del vendedor ambulante comenzó a trastabillar. Mientras caía al piso, Lorena le tiró los restos de teclado que tenía en las manos, acertándole de lleno en el centro de la boca.

En el resto de los escritorios no hubo sorpresas, sólo reacciones automáticas. Laura salió disparada hacia la puerta del archivo, y la mantuvo abierta de par en par, indicando ese lugar como la vía de escape. En el otro extremo de la oficina, Leticia corrió con su silla en dirección a la puerta de entrada para cerrarla y trabarla, justo cuando la Doctora aterrizaba en el piso después de saltar por sobre su escritorio, con un cable de teléfono en la mano. Ninguna de las tres había visto alguna vez a la Doctora trabajar tan rápido como en esta ocasión en que usaba el cable para atarle las manos al viejo detrás de la espalda.

Ni siquiera se miraron a la cara. No hubo desesperación, cuestionamientos, dudas ni arrepentimientos. Segundos después de que la Doctora terminara de maniatarlo, el vendedor ya estaba cargado en una silla con ruedas y en dirección a la habitación del archivo, donde Laura seguía con la puerta abierta. La cabeza le colgaba del respaldar de la silla y tenía las piernas inmóviles, al igual que los pelos de la punta de la nariz. La posibilidad de que estuviera muerto era una de las principales. Lejos de tranquilizarse y pensar, Lorena estaba decidida a terminar con lo que había empezado para cumplir con su promesa. Mientras sus compañeras y su jefa miraban al viejo chorreando por todos los costados de la silla, ella dio media vuelta y comenzó a caminar de regreso a su escritorio como si nada hubiese pasado. Se detuvo en la puerta y llamó al resto de las mujeres.
 - ¿Seguimos chicas?  A ver si nos podemos ir en horario – dijo mientras se acomodaba el flequillo detrás de la oreja.
Ninguna respondió, pero se miraron entre sí con satisfacción. Salieron una tras otra.
- Dejemos todo así, que enseguida lo llamo a Flores, de Policía Científica. Me debe un par de favores y nos va a arreglar este temita – ordenó la Doctora mientras se sacudía las manos. 

Antes de cerrar la puerta, Lorena miró por última vez al viejo de arriba a abajo. Al llegar a los pies se detuvo en los viejos y gastados mocasines. Llevaba medias negras. Se le acercó, le quitó los zapatos, le sacó las medias, y con ellas le rellenó la boca. Un olor rancio salía de la cavidad repleta, mezcla del olor a transpiración del pie y el mal aliento. En la salida la esperaba la Doctora, que se había quedado observando todo. Lorena salió de la habitación.

El cuerpo del viejo quedó atado a la silla, con la cabeza colgando, tal como había llegado. Los ojos abiertos pero inertes, y la boca llena con las medias, ya humedecidas por la sangre que brotaba de las encías lastimadas por el teclado. Antes de cerrar, la Doctora caminó un par de pasos dentro de la habitación y abrió una ventana para que corriera el aire. Rodeó el cadáver, y lo miró sin poder evitar que una mínima sonrisa le estirara la boca. Inmediatamente después cerró el archivo de un portazo, tirando con el golpe un cartel que colgaba de la puerta. Mal pegado y mal escrito, sentenciaba: “será justicia”.