30 de junio de 2011

22 de junio de 2011

a propósito de "Olfato de goleador"

Julio era de esos tipos que uno respeta desde que lo conoce. No era de la clase de respeto que se impone, sino del que se gana desde la actitud. La primera vez que lo ví ya tenía unos 35 años, y era el encargado de organizar el partido semanal de fútbol para él y su grupo de amigos, entre los que estaba Lucho, mi cuñado. A mi primer partido lo jugué por la clásica necesidad de completar un equipo, y llegué quince minutos tarde porque Lucho me había avisado sobre la hora.
Si bien me tocó enfrentar a Julio, supe de entrada que era un tipo distinto. Delantero de área, grandote, potente para pegarle al arco, un jugador de dos o tres pasos y dos toques. No era fácil contener su ímpetu de juego. Si Julio jugaba con vos, te olvidabas de él durante todo el partido, sentías la seguridad de que él iba a estar en el área, y que cualquier pelota que saliera desde tu arco iba a tenerlo a él como destinatario final. Era un espectáculo verlo una hora yendo de una punta a la otra del ataque pidiéndola, de espaldas al arco, con los botines lustrados, las medidas a media altura, enganchadas en las canilleras, un pantalón largo hasta las rodillas y la camiseta gastada del club de sus amores apretándole la panza. Te emocionabas y la alegría te invadía el cuerpo.
Pero si eras el defensor que lo marcaba, o el arquero que tenía que enfrentarlo, te llenabas de dudas, te cuestionabas, te anulabas pensando en cuál sería el próximo movimiento, qué haría Julio con la pelota en los pies, además de tirarte el culo encima para empujarte y cubrir la pelota. En esos momentos, el tipo era una incógnita.
Después de la primera vez seguí yendo durante más de cuatro años. Todas las semanas, el mismo día recibías el llamado de Julio armando la lista de buena fe para la noche siguiente. Él nunca faltaba. De los 10 jugadores necesarios para armar los dos equipos, los nueve restantes nunca fueron los mismos de una semana a otra. Al menos uno o dos cambiaban. Menos Julio. El delantero estrella predicaba con el ejemplo. Cuando llegabas a la cancha, Julio ya estaba listo y trotando con pasitos cortos alrededor del vestuario. Cuando te ibas, seguro era al último que veías, arreglando la plata con el dueño del lugar y confirmando el turno para la semana siguiente. Creo que al final ya le decían que lo anotaban, pero ni siquiera sacaban la lapicera. Confiaban ciegamente en la constancia de Julio para mover a nueve cuerpos más y mantener el ritual.
Con Lucho nos sorprendimos cuando dos semanas atrás nos pidió que nos quedáramos un par de minutos cuando todos se estaban yendo. Lo hizo por lo bajo, mientras se agachaba para acomodarse las medias y poner el bolsito botinero sobre la mesa. Nos contó que estaba por cumplir años, que le tocaban los cuarenta, y que hacía un tiempo venía meditando algunas cosas. Decía que eran mambos existenciales de la edad, pero que había llegado a algunas conclusiones, y había tomado una decisión. Mi cuñado me miró, y antes de que pudiera preguntarle, Julio se largó como nunca a contarnos de su vida fuera de esa hora que compartía semanalmente con nosotros. Durante esos cuatro años, se había casado y separado, tuvo una hija a la que ahora no podía ver, cambió de trabajo dos veces, había perdido a uno de sus hermanos y vivía en una pieza que le prestaba un primo. Yo no entendía nada. Lo escuchaba mientras seguía hablando, y no podía creer que no supiéramos nada de todo eso. Cuatro años conviviendo durante una hora por semana, y ni siquiera nos hubiésemos imaginado que el mismo tipo que comandaba cada partido, tenía una vida que le apretaba la resistencia.
Sin dejarnos hablar, agarró el bolso, puso la billetera en un bolsillo, y nos dijo que dejaba el fútbol. Sentía que ya no era lo mismo, que las ganas no eran las de antes, y encima tenía 8 kilos más, la rodilla derecha hecha un nudo, y el tobillo izquierdo con una pelota que no se iba ni con una semana de hielo.
Le preguntamos si estaba seguro, y dijo que sí. Intenté convencerlo de que siguiera, de que ese espacio y nuestra compañía lo ayudaban a despejarse un poco, al menos un rato a la semana, de las cosas que le pasaban, y que para nosotros era alguien muy importante, no sólo por el juego. Me contestó con una sonrisa.
Se levantó de la silla, nos dio un abrazo a cada uno, y nos pidió que le prometiéramos que nos haríamos cargo de mantener el partido semanal y los equipos. Le contestamos que sí, que contara con eso, y salió. Mientras caminaba junto al alambrado de la cancha, no dejaba de mirarla. Automáticamente le dedicamos un aplauso de despedida. Desde la puerta, y sin darse vuelta, levantó un brazo y nos saludó. Agarró la bicicleta, y desapareció con su récord de un gol en contra y dos tiros a los palos en cuatro años. 

19 de junio de 2011

a propósito de "La demolición"

Aún no sabe cuándo. No puede pronosticar si será pronto o dentro de un tiempo, si será hoy o mañana. Ahora que lo piensa, se le ocurre que hasta pudo haber sido ayer, o antes de ayer, o antes. Ni aunque se sentara a pensarlo durante horas en continuado lograría dar con el momento exacto. Es imposible saberlo. Ni siquiera el más resuelto estaría capacitado para poder hacerlo. Convencido de esa infranqueable limitación, opta por concentrarse en lo que sí está a su alcance: la acción.
Ya sabe cómo lo hará, pensó en la más aceptable de las opciones, trató de cerciorarse de que no queden secuelas, y hasta incluso fantaseó con salir ileso. Lo repasa todo el tiempo, mide los pasos, chequea los recursos, y confirma los resultados esperados cada vez que cumple con el simulacro.
Está seguro de que un día, en algún momento, conciente o inconcientemente, dejará de alimentarse con palabras. Dejará de fortalecerse y mantenerse con vida por el lenguaje. En ese momento, sabe, se desmoronará definitivamente. 

13 de junio de 2011

a propósito de "El orden establecido"

Tirado todo a lo largo en la cama, me miro mientras acomodo la ropa en el placard, y me doy más fiaca todavía. Mientras trato de poner todo en su lugar o de dar, al menos, una cierta uniformidad al brote de remeras que cae por las puertas corredizas, me hecho en cara la pachorra. Podría hacerlo, y lo sé. Tranquilamente podría levantarme y ayudarme a hacer de este espacio un lugar más habitable, pero no va a ser hoy. No va a ser esta la ocasión en que me dé una mano para seguir descansando después de hacer nada, porque prefiero que las remeras de salir no se mezclen con las camisas de trabajar que están enredadas con las camisetas del fútbol que están envueltas en los buzos de dormir. Y eso sí que podría hacerlo sin problema. Es, incluso, lo que voy a seguir haciendo si me dejo de joder con el ruido de las puertas de madera de acá para allá. Voy a descartar la memorabilia de mi adolescencia, porque el álbum ya está lleno y no le entra más nada. Mientras le doy un par de puñetazos a la almohada para acomodarla a mi cabeza, pienso en qué prendas voy a dar de baja para poder renovar el mobiliario. Ésta, ésta, ésta otra. A ésta quizás me la quede. Esa sí, no se me ocurra tirarla. No las voy a tirar, no sé de dónde saco esa idea. Mejor así, no se me vaya a cruzar por la cabeza. A ver: hasta acá voy a hacer. Más o menos ordenado quedó. Me parece bien, mañana veo el tema zapatos, uno de los dos pares pares está impar, y tengo que solucionarlo. Yo, por lo menos, no pienso mover un dedo mañana, así que yo tendré que ver si lo hago. En fin, ya veré. Ahora, por lo menos, prefiero destaparme un poco y prender la luz, que ya es hora de empezar a dormir un poco. 

9 de junio de 2011

a propósito de "Vocación"

Mateo cruza los brazos y aprieta los labios, obligándolos a curvarse hacia fuera. Endurece las piernas que le cuelgan de la silla, pero aún no tocan el piso, para demostrar que tan rígidas como su cuerpito son sus determinaciones. De las pestañas largas y onduladas empiezan a descolgarse lagrimitas que se desbordan de los ojitos colorados. Del otro lado de la mesa, el televisor sigue prometiendo un mundo de policías y ladrones, vaqueros y luchadores musculosos con capas y capuchas. A su lado, papá Juan ni siquiera abrió la boca, porque con la mirada ya fue suficiente. Desde la puerta del comedor, mamá Lucía sigue diciéndole que mañana lo espera el cole, y el desayuno temprano, y el transporte, y la seño Pao.
Mateo cede, pero no claudica. Mientras mamá Pao prepara la cama, se escapa a la cocina, roba un papel y un lápiz, y escribe lo que será su primer juramento de vida.
Entre palotes y garabatos, sentencia que, llegado el día, será él quien con sus propias manos dé muerte al horario de protección al menor. 

5 de junio de 2011

a propósito de "Temprano de mañana"

Cuando bajé la escalera y salí a la calle, ella ya estaba ahí esperando. Impaciente como se la veía, ya estaba caminando cuando pisé la vereda y cerré la puerta. Era temprano, estaba frío, y pude ver que no estaba de buen humor. Me miró seriamente y volvió la vista al frente como si nada. En ese instante me di cuenta de que no tenía que hablarle, a fin de evitar cualquier reacción desagradable. Así las cosas, me mantuve en silencio, y seguí caminando un paso por detrás.
Me sorprendía lo linda que estaba esa mañana. El pelo lacio suelto le caía por delante de los hombros y le cubría la espalda, casi hasta la mitad. Llevaba un saco oscuro y ajustado al cuerpo, que le marcaba una forma casi perfecta desde los hombros hasta la cintura, que se hacía más pequeña en el pliegue del abrigo, y terminaba por cubrir sus caderas simétricamente anchas. Desde ahí, caían hasta el piso dos piernas largas y contorneadas, envueltas en un pantalón ajustado, que se hundía en un par de botas negras que daban el toque final al modelo que eligió para el día, con el sólo agregado de una bufanda muy clara, que le daba una vuelta por el cuello, y le tapaba el mentón, más como accesorio que como abrigo.
Por dos cuadras seguimos en silencio. Mantuve firme la distancia, ni un paso más, ni un paso menos. Como dije, no quería importunar. Además, su perfume era algo más que un aura que la rodeaba, y hasta mí llegaba el extracto dulce y sensual que se desprendía de su cuerpo. No podía pensar en otra cosa que mantener el paso para seguir atado a ese aroma que me hacía pensar en el mejor de los amaneceres posibles.
Llegamos a un semáforo. Nos detuvimos sobre el cordón. Volvimos a cruzar miradas al girar la cabeza hacia ambos lados, tratando de buscar un espacio entre los autos que cruzaban con luz verde. Los dos estábamos apurados, aunque hubiésemos preferido que el paseo no acabase nunca más. Sonó su teléfono, y bajó la vista para buscarlo dentro del bolso. Era su mamá. Quise preguntarle si prefería que siguiéramos por esa vereda o cruzáramos en frente, pero opté por seguirla sin más, dejándola decidir por donde continuar sus pasos. Para ese entonces, el camino era ya una pasarela, y ella la modelo principal. Hombres y mujeres al volante y a pie pasaban y torcían el cuello para verla. Cuanta vidriera la acompañara era un espejo que devolvía el brillo de su pelo rodeando ese rostro redondo y blanco, decorado con dos enormes ojos grises, una nariz pequeña y esa boca carnosa y sugestiva.
No dejó el teléfono durante las siguientes cinco cuadras. Seguí manteniendo la misma distancia de un paso, aunque por momentos trataba de aminorar el ritmo y alejarme un poco más, cuando escuchaba que la conversación así lo ameritaba. Consideraba prudente no meterme en temas de familia. Uno nunca sabe. Antes de llegar al siguiente semáforo que teníamos en el camino, cortó. Devolvió el aparato a su lugar, giró la cabeza, me clavó los ojos, y cuando parecía que iba a decirme algo, cruzó la calle, empujada por un grupo de gente que no quería perderse el corte del semáforo. Quedamos separados por el pequeño malón. Mientras ella llegaba al otro extremo de la calle, yo recién bajaba del cordón. Ante el riesgo de perderla de vista, traté de correr entre la gente. A los empujones, llegué del otro lado. Algunos se ofendieron, otros trataron de devolverme los golpes. Finalmente, estaba detrás de ella otra vez. Respiré aliviado y retomé mi lugar, un paso por detrás, aunque ella pareció no darse cuenta inmediatamente. Caminaba más ligero, seguramente apremiada por el tiempo para llegar a horario. Intuí que no me lo diría por su mal humor, para evitar una pelea, o simplemente para no tener que darme explicación alguna. Firme en mi postura de no incomodar, le seguí el ritmo.
Eran ya casi quince las cuadras que habíamos recorrido juntos. El brillo de su pelo me iluminaba por completo, y en su cara se reflejaba el primer sol de la mañana. Casi quince cuadras en que disfruté de su compañía, a pesar de saberla ofuscada por tener que levantarse temprano, por tener que escuchar a su madre molestarla con lo mismo de siempre, y sentir que el rocío de la mañana le tenía tanta envidia.
Unos metros justo antes de llegar a la calle en la que debía girar para ir a mi trabajo, ella se detuvo de golpe en una vidriera. Distraído pensando en su cuerpo y su perfume, no pude evitar chocarla por detrás. Me había desconcentrado de mi objetivo, y sobrepasé la distancia que había establecido, sin siquiera darme cuenta. Ante mi empujón, ella giró asustada, dio un paso hacia atrás, y me estampó una cachetada en la mejilla derecha que me ardió como un hierro caliente. Sin decir palabra, dio media vuelta y se fue. Me apoyé la mano fría sobre la marca roja, y doblé en la esquina, pensando en que, si al menos hubiese sabido su nombre, le hubiera pedido las disculpas del caso.





3 de junio de 2011

a propósito de "Temas en la radio"

Ludovico no puede dormir. La memoria le pesa en la espalda. Hace rato está dando vueltas en la cama, y ese aroma lo tiene agarrado de los pelos. Quiere dormir y esa voz le sigue pellizcando los cachetes mientras se muerde la lengua. No puede seguir un día más sin haber descansado el cuerpo por culpa de su cabeza. Tarde o temprano va a caer bajo un auto o sobre una moneda de veinticinco centavos.
La cara se le hunde en una almohada que es tan alta como los jadeos en su oído, y tan baja como las pretensiones ignoradas. Ludovico necesita volver a dormir después de días, de horas, de momentos, de situaciones, de menciones, de acciones, de desapariciones, de gestiones, de cuestiones, de reacciones, de emociones. Las piernas no van a responderle cuando las asiente en los pies fríos si no duerme. Los brazos no se moverán cuando los empuje a las manos para lavar esas lagañas que son fósiles de lágrimas.
Si tan sólo pudiera pestañear y hacer que ella caiga, que se suelte, que ruede, que vuele, que explote, que simplemente sea polvo de estrellas en suspensión. Pero no. Ella se aferró a sus labios. Le clavó los dientes en el cuello. Hizo de su piel su guarida. Ató su perfume a la punta de su nariz. Enredó sus dedos en los de Ludovico, y los pegó con su esencia, con su fuerza, con su razón de ser.
Ya va a salir nuevamente el sol, y ella volverá a desaparecer. Sólo por un rato. Hasta que Ludovico necesite dormir. Hasta que los párpados se le caigan sobre las rodillas, y camine pateándolos por la calle, y pretenda volver a descansar, con la memoria abrazada a su espalda, diciéndole que ese será para siempre su refugio.