5 de junio de 2011

a propósito de "Temprano de mañana"

Cuando bajé la escalera y salí a la calle, ella ya estaba ahí esperando. Impaciente como se la veía, ya estaba caminando cuando pisé la vereda y cerré la puerta. Era temprano, estaba frío, y pude ver que no estaba de buen humor. Me miró seriamente y volvió la vista al frente como si nada. En ese instante me di cuenta de que no tenía que hablarle, a fin de evitar cualquier reacción desagradable. Así las cosas, me mantuve en silencio, y seguí caminando un paso por detrás.
Me sorprendía lo linda que estaba esa mañana. El pelo lacio suelto le caía por delante de los hombros y le cubría la espalda, casi hasta la mitad. Llevaba un saco oscuro y ajustado al cuerpo, que le marcaba una forma casi perfecta desde los hombros hasta la cintura, que se hacía más pequeña en el pliegue del abrigo, y terminaba por cubrir sus caderas simétricamente anchas. Desde ahí, caían hasta el piso dos piernas largas y contorneadas, envueltas en un pantalón ajustado, que se hundía en un par de botas negras que daban el toque final al modelo que eligió para el día, con el sólo agregado de una bufanda muy clara, que le daba una vuelta por el cuello, y le tapaba el mentón, más como accesorio que como abrigo.
Por dos cuadras seguimos en silencio. Mantuve firme la distancia, ni un paso más, ni un paso menos. Como dije, no quería importunar. Además, su perfume era algo más que un aura que la rodeaba, y hasta mí llegaba el extracto dulce y sensual que se desprendía de su cuerpo. No podía pensar en otra cosa que mantener el paso para seguir atado a ese aroma que me hacía pensar en el mejor de los amaneceres posibles.
Llegamos a un semáforo. Nos detuvimos sobre el cordón. Volvimos a cruzar miradas al girar la cabeza hacia ambos lados, tratando de buscar un espacio entre los autos que cruzaban con luz verde. Los dos estábamos apurados, aunque hubiésemos preferido que el paseo no acabase nunca más. Sonó su teléfono, y bajó la vista para buscarlo dentro del bolso. Era su mamá. Quise preguntarle si prefería que siguiéramos por esa vereda o cruzáramos en frente, pero opté por seguirla sin más, dejándola decidir por donde continuar sus pasos. Para ese entonces, el camino era ya una pasarela, y ella la modelo principal. Hombres y mujeres al volante y a pie pasaban y torcían el cuello para verla. Cuanta vidriera la acompañara era un espejo que devolvía el brillo de su pelo rodeando ese rostro redondo y blanco, decorado con dos enormes ojos grises, una nariz pequeña y esa boca carnosa y sugestiva.
No dejó el teléfono durante las siguientes cinco cuadras. Seguí manteniendo la misma distancia de un paso, aunque por momentos trataba de aminorar el ritmo y alejarme un poco más, cuando escuchaba que la conversación así lo ameritaba. Consideraba prudente no meterme en temas de familia. Uno nunca sabe. Antes de llegar al siguiente semáforo que teníamos en el camino, cortó. Devolvió el aparato a su lugar, giró la cabeza, me clavó los ojos, y cuando parecía que iba a decirme algo, cruzó la calle, empujada por un grupo de gente que no quería perderse el corte del semáforo. Quedamos separados por el pequeño malón. Mientras ella llegaba al otro extremo de la calle, yo recién bajaba del cordón. Ante el riesgo de perderla de vista, traté de correr entre la gente. A los empujones, llegué del otro lado. Algunos se ofendieron, otros trataron de devolverme los golpes. Finalmente, estaba detrás de ella otra vez. Respiré aliviado y retomé mi lugar, un paso por detrás, aunque ella pareció no darse cuenta inmediatamente. Caminaba más ligero, seguramente apremiada por el tiempo para llegar a horario. Intuí que no me lo diría por su mal humor, para evitar una pelea, o simplemente para no tener que darme explicación alguna. Firme en mi postura de no incomodar, le seguí el ritmo.
Eran ya casi quince las cuadras que habíamos recorrido juntos. El brillo de su pelo me iluminaba por completo, y en su cara se reflejaba el primer sol de la mañana. Casi quince cuadras en que disfruté de su compañía, a pesar de saberla ofuscada por tener que levantarse temprano, por tener que escuchar a su madre molestarla con lo mismo de siempre, y sentir que el rocío de la mañana le tenía tanta envidia.
Unos metros justo antes de llegar a la calle en la que debía girar para ir a mi trabajo, ella se detuvo de golpe en una vidriera. Distraído pensando en su cuerpo y su perfume, no pude evitar chocarla por detrás. Me había desconcentrado de mi objetivo, y sobrepasé la distancia que había establecido, sin siquiera darme cuenta. Ante mi empujón, ella giró asustada, dio un paso hacia atrás, y me estampó una cachetada en la mejilla derecha que me ardió como un hierro caliente. Sin decir palabra, dio media vuelta y se fue. Me apoyé la mano fría sobre la marca roja, y doblé en la esquina, pensando en que, si al menos hubiese sabido su nombre, le hubiera pedido las disculpas del caso.





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