22 de junio de 2011

a propósito de "Olfato de goleador"

Julio era de esos tipos que uno respeta desde que lo conoce. No era de la clase de respeto que se impone, sino del que se gana desde la actitud. La primera vez que lo ví ya tenía unos 35 años, y era el encargado de organizar el partido semanal de fútbol para él y su grupo de amigos, entre los que estaba Lucho, mi cuñado. A mi primer partido lo jugué por la clásica necesidad de completar un equipo, y llegué quince minutos tarde porque Lucho me había avisado sobre la hora.
Si bien me tocó enfrentar a Julio, supe de entrada que era un tipo distinto. Delantero de área, grandote, potente para pegarle al arco, un jugador de dos o tres pasos y dos toques. No era fácil contener su ímpetu de juego. Si Julio jugaba con vos, te olvidabas de él durante todo el partido, sentías la seguridad de que él iba a estar en el área, y que cualquier pelota que saliera desde tu arco iba a tenerlo a él como destinatario final. Era un espectáculo verlo una hora yendo de una punta a la otra del ataque pidiéndola, de espaldas al arco, con los botines lustrados, las medidas a media altura, enganchadas en las canilleras, un pantalón largo hasta las rodillas y la camiseta gastada del club de sus amores apretándole la panza. Te emocionabas y la alegría te invadía el cuerpo.
Pero si eras el defensor que lo marcaba, o el arquero que tenía que enfrentarlo, te llenabas de dudas, te cuestionabas, te anulabas pensando en cuál sería el próximo movimiento, qué haría Julio con la pelota en los pies, además de tirarte el culo encima para empujarte y cubrir la pelota. En esos momentos, el tipo era una incógnita.
Después de la primera vez seguí yendo durante más de cuatro años. Todas las semanas, el mismo día recibías el llamado de Julio armando la lista de buena fe para la noche siguiente. Él nunca faltaba. De los 10 jugadores necesarios para armar los dos equipos, los nueve restantes nunca fueron los mismos de una semana a otra. Al menos uno o dos cambiaban. Menos Julio. El delantero estrella predicaba con el ejemplo. Cuando llegabas a la cancha, Julio ya estaba listo y trotando con pasitos cortos alrededor del vestuario. Cuando te ibas, seguro era al último que veías, arreglando la plata con el dueño del lugar y confirmando el turno para la semana siguiente. Creo que al final ya le decían que lo anotaban, pero ni siquiera sacaban la lapicera. Confiaban ciegamente en la constancia de Julio para mover a nueve cuerpos más y mantener el ritual.
Con Lucho nos sorprendimos cuando dos semanas atrás nos pidió que nos quedáramos un par de minutos cuando todos se estaban yendo. Lo hizo por lo bajo, mientras se agachaba para acomodarse las medias y poner el bolsito botinero sobre la mesa. Nos contó que estaba por cumplir años, que le tocaban los cuarenta, y que hacía un tiempo venía meditando algunas cosas. Decía que eran mambos existenciales de la edad, pero que había llegado a algunas conclusiones, y había tomado una decisión. Mi cuñado me miró, y antes de que pudiera preguntarle, Julio se largó como nunca a contarnos de su vida fuera de esa hora que compartía semanalmente con nosotros. Durante esos cuatro años, se había casado y separado, tuvo una hija a la que ahora no podía ver, cambió de trabajo dos veces, había perdido a uno de sus hermanos y vivía en una pieza que le prestaba un primo. Yo no entendía nada. Lo escuchaba mientras seguía hablando, y no podía creer que no supiéramos nada de todo eso. Cuatro años conviviendo durante una hora por semana, y ni siquiera nos hubiésemos imaginado que el mismo tipo que comandaba cada partido, tenía una vida que le apretaba la resistencia.
Sin dejarnos hablar, agarró el bolso, puso la billetera en un bolsillo, y nos dijo que dejaba el fútbol. Sentía que ya no era lo mismo, que las ganas no eran las de antes, y encima tenía 8 kilos más, la rodilla derecha hecha un nudo, y el tobillo izquierdo con una pelota que no se iba ni con una semana de hielo.
Le preguntamos si estaba seguro, y dijo que sí. Intenté convencerlo de que siguiera, de que ese espacio y nuestra compañía lo ayudaban a despejarse un poco, al menos un rato a la semana, de las cosas que le pasaban, y que para nosotros era alguien muy importante, no sólo por el juego. Me contestó con una sonrisa.
Se levantó de la silla, nos dio un abrazo a cada uno, y nos pidió que le prometiéramos que nos haríamos cargo de mantener el partido semanal y los equipos. Le contestamos que sí, que contara con eso, y salió. Mientras caminaba junto al alambrado de la cancha, no dejaba de mirarla. Automáticamente le dedicamos un aplauso de despedida. Desde la puerta, y sin darse vuelta, levantó un brazo y nos saludó. Agarró la bicicleta, y desapareció con su récord de un gol en contra y dos tiros a los palos en cuatro años. 

3 comentarios:

  1. Oiga, gusta mucho el relato. Muy mucho.
    Ahora, está seguro que Julio no soy yo?
    Por lo lírico...

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  2. no podría serlo... usté no es de pisar el área... o al menos hasta donde recuerdo...

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  3. "tenía una vida que le apretaba la resistencia", siempre supe que me gustabas.

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