10 de mayo de 2011

a propósito de "Mesa para ocho" (Cap. 1)

Caro y Andrés se conocieron hace relativamente poco. Salieron dos o tres veces con amigos, un par de llamados y algún que otro encuentro en un bar. Suponen no más de un mes y medio. Andrés llegó a la casa de Caro un buen rato antes de lo acordado. Por teléfono le había adelantado que no se sentía bien, que seguro una gripe le estaba sobrevolando el cuerpo. Ella le recomendó un té de hierbas infalible para la dolencia, pero complicado para el hígado. Él aceptó la prescripción, pero prefirió la ingesta en la compañía de Caro. Sólo por si las dudas. Sólo por si la excusa.
Ella todavía ni siquiera pensó en prepararse para la salida. De hecho, aún está en pijamas desde que se levantó de la siesta. Abre la puerta, saluda a Andrés con un beso en el borde de los labios, y lo invita a conocer la casa. La cara del visitante está caliente. Mitad por la fiebre que va ganando lugar, mitad por la voz de Caro en el portero. Andrés mira a la anfitriona de espaldas en la cocina mientras prepara el té. El pijama es largo de mangas y de piernas, pero fino, casi transparente, poco más que un aplique, una decoración en el cuerpo de Carolina.
Caro y Andrés no tuvieron sexo aún. Es muy pronto, según ella. No es un problema, según él. Sin embargo, cada beso que se dan es una marea de fuego. Basta que sus lenguas entren en contacto para que una descarga eléctrica se dispare a lo largo de sus sistemas nerviosos. Una fuerza continua les recorre cada extremidad, revienta en una marejada en la bombacha de Caro, y genera una rigidez que duele bajo la bragueta de Andrés. Todavía falta para que sea la hora de salir. Es el momento justo para recostarse en el sillón del living, y friccionar cuerpo contra cuerpo la superficie de la ropa que no soltarán ni el uno ni la otra, pero que recibirá todos los repliegues de las idas y vueltas, y la humedad de cuanto amor líquido pueda segregar una relación incipiente.

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