18 de abril de 2011

a propósito de "Cambio de hábitos"

Ni siquiera pudo sacarse los zapatos. Entró al departamento exclusivamente para desplomarse en el sillón, dejando sus pies colgando del apoya brazos. Cerró los ojos y trató de no pensar. No pudo. Se movió milimétricamente para acomodarse en la huella de los almohadones, la que fue formando a fuerza de repeticiones continuas y constantes: volver todos los días a la misma hora para hacer exactamente lo mismo.
En el bolsillo del pantalón le suena el celular. Le taladra la calma, el aviso. Lo deja sonar, y lo imagina encerrado en el baño, sonando bajo la ducha de agua fría, hasta que se calme. Eso hubiese hecho si sirviera de algo. Pero cree que la tranquilidad puede estar sólo dentro de su cabeza. Afuera, no hay relajación alguna.
Durante el viaje de vuelta desde el trabajo, siguió hilvanando una idea de la que hacía ya varios días venía  marcando los puntos fundamentales. Pensó en compartirla con sus compañeros, pero prefirió ahorrarse sus burlas, o su conformismo. No quiere seguir pensando ahora. No puede. Sigue pensando de todas formas.
Cree que a veces, en determinado momento, uno tendría que salir a la calle, cuando cada uno lo considere, sin dar explicaciones ni pedir permisos, a fin de salvaguardar la solidez de sus bolas y su cabeza. Considera que la existencia de tal posibilidad conllevaría, claro está, un altísimo grado de compromiso y responsabilidad, a fin de evitar que sea uno mismo el que utilice tal recurso con total impunidad y ausencia de ética. Un día como éste, por ejemplo, se hubiese levantado rumbo a la puerta de calle, y de allí vaya uno a saber hacia dónde. Sólo dejaría que un pensamiento lo acompañe: "Culiau, que bueno está para mandar todo a la concha de su madre".